Nace en Granada-España, en el 1952. Considerado uno de los más importantes poetas españoles. Consiguió, entre otros premios literarios, el «Antonio González de Lama» por su libro "Troppo Mare" y el «Premio Internacional de poesía Juan Ramón Jiménez» por "Paseo de los Tristes". Publicó muy pocos libros de poesía: "Serena luz del viento" (1974), "A boca de parir" (1976), "Troppo Mare" (1980), "Paseo de los tristes" (1982, tal vez su obra más representativa), "La otra sentimentalidad" (1983, junto a Luis García Montero y Álvaro Salvador y, "Argentina 78" (1977, pero editado en 1983 por «La Tertulia»), y "Raro de Luna" (1990). Gran admirador de Rafael Alberti, publicó el libro “Manifiesto Albertista”, junto a Luis García Montero en 1982. Javier Egea no fue un poeta 'académico' sino que más bien fue un poeta a pie de calle, que vivió en íntima relación con la poesía. Participó en numerosos actos culturales y políticos (recitales poéticos por toda España, y en Cuba y Argentina), y realizaba actuaciones musicales y poéticas con la actriz argentina Susana Oviedo. Al morir, dejó incompleto un libro que al parecer iba a titularse Los sonetos del diente de oro, los cuales fueron publicados en 2006. Se quitó la vida en su ciudad, el jueves 29 de julio de 1999.
POEMAS
POEMA DE AMOR
Cuando en tardes que sobran las palabras y el día
sólo somos tú y yo, cada cual con su espera
y sin embargo atados en la misma carrera,
en el afán de luz, en la oscura alegría;
cuando nada se entiende sino en tu compañía
que le pone a los pasos un eco de bandera,
cuando ya todo el sueño se curva en tu cadera
y sólo en ella crecen velas, barcos, bahía;
cuando un día se sabe que pueda ser distinto
y se enciende la vida mientras amas y mueres,
cuando nada es distinto pero todo se evoca;
cuando se pide a un cuerpo la luz de un laberinto
y naufragan los días sin saber ni quién eres
y me pides silencio con un dedo en la boca.
ERAN TIEMPOS MUY DUROS
Eran tiempos muy duros. No era fácil vivir.
Por eso madrugué por los despachos,
volví mañana, les expuse el caso
y conseguí un empleo para ella:
tras mirarla a los ojos -al menos eso dijo-
le entregaron la llave más preciada,
pusieron a su cargo el alumbrado.
Yo hice lo que pude, lo que en mi mano estaba.
Y no la he vuelto a ver:
aquella misma noche me cortaron la luz.
A LUIS DE GÓNGORA
Como quien madrugó por tantos patios
de los que muestran su belleza inhóspita,
quien tantas veces hubo de vendar
los brazos sin descanso de la esperanza
rota de tanto afán,
quien habitó sus calles,
el asombro violeta de la ciudad
cerrada ya con las primeras luces,
como quien ha llamado a tantas puertas,
como quien sufre más de lo que puede.
Pero salgo mañana tras mañana
fingiendo saludar a las palomas en tropel,
casi sonámbulo,
viendo la muerte escrita
sobre los paredones
y los emblemas de sus dueños:
ellos, los asesinos,
nos fueron invadiendo con lluvias y con sapos,
anegando las últimas rendijas del corazón,
marcándonos el aire, tempestuosamente,
arrancando los hilos que llevaban
la voz, la dicha, las pequeñas cosas.
Porque la muerte nuestra tiene dueño:
ese desmesurado comprador
de la memoria y el deseo,
ese malversador de la tristeza.
¡Ellos, los asesinos,
se llevaron tan lejos la alegría!
Para entonces ya sabes
que la vida también les pertenece
y te miras los brazos acaso con temor
-esa fuerza tronchada-
por si los reconoces después de tantos siglos
tendidos sobre un fondo de oficinas,
de fábricas,
abiertos entre gentes que como tú se agotan,
entre rostros que llevan
un secreto brutal de forzada miseria,
un obligado guiño de silencio.
Se diría que todo se desploma
aunque cruzas la calle y piensas en su cuerpo
y sigues adelante.
Todo parece demasiado lejos
bajo esta luz obrera de diciembre.
Y algo te adentra en la ciudad de nuevo,
algo que ni siquiera es el amor
pero que empuja poderosamente
hacia una voz,
un resto de firmeza, una piel que se ofrece,
sabiendo en cada paso con más fuerza
que no fueron los signos o el azar,
que hay demasiada sangre detrás de una caricia.
Así salgo con norte, más cansado,
a este paisaje despoblado, sin barcos,
y en qué puedo pensar
si no es en la curva brillante
de tu cintura con estrellas,
en tu espalda con mapas ignorados y abiertos,
en los caminos sin alba de la libertad.
Y te llevo conmigo,
compañera de esquinas de diciembre,
pequeña tempestad que zarandeas,
atónito viajero,
engranaje de sueños y verdín,
náufrago dulce,
amarrado a la tabla de mi cuerpo
por este mar oscuro, despiadado,
de esa forma salvaje y tan extraña
que vive el corazón.
Hoy te lo llevo a ti porque lo veas
como él siempre ha sido,
con sus bolsillos rotos,
su vieja colección de cicatrices,
sus años, si de nieves, no de bienes,
su habitación con fotos y ceniza
y este badil en el rincón, cesante,
como si alguna lumbre antigua.
Una extraña madeja de tumbos y deseo
te va poniendo en pie cada mañana,
te dice que hay camino, que no regreses nunca.
NOCHE CANALLA
Yo no sé si la quise pero andaba conmigo,
me guiaba su risa por la ciudad tan gris.
Ella tenía en su boca colinas de Ketama
y el cielo de sus ojos me pintaba de añil.
Yo vi tantas estrellas como ella puso siempre
en aquel cielo raso como un paño de tul.
Ella llevaba el pelo como la Janis Joplin
y los labios morados como el Parfait-Amour.
La he perdido en un bosque de jeringas brillantes
por donde nos decían que se llegaba al mar;
se fue sobre un caballo de hermosos ojos negros,
por más que yo me muera no la podré olvidar.
Bajo el cielo ceniza me conducen mis piernas.
Esta noche no tengo ni esperanza ni amor.
Sólo queda el calor de mi pobre navaja.
Hoy me he visto la cara de un retrato-robot.
A pesar de sus ojos he salido a la calle,
a pesar de sus ojos me ha tocado vivir.
En un barrio de muertos me trajeron al mundo.
Esta noche canalla no respondo de mí.
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