Uno, a veces, quisiera no haber sido
ese joven feliz que en los guateques
se drogaba con la melancolía.
Porque uno, a veces, mira en la mañana
el rostro del dolor ante el espejo,
surcado por la angustia, castigado,
perdidos los encantos y el cabello
del solitario rostro: la tristeza
como una madreselva invadiéndolo todo.
Y uno siente en los huesos que hace frío,
que el brasero no enciende, que en la casa
penetra lentamente el viento de la tarde
como un azogue triste de soledad y desprecio.
¡Qué sola va la vida en ese mediodía
cuando sales al parque deambulando
por tu propio calor como una fiera!
Qué sola irá la vida entre los bulevares
si apenas tu mirada puede ver los azules
presentes que la aurora dejó sobre los árboles.
Porque uno, a veces, mira en la mañana
la lluvia del dolor por las aceras,
marcado por un rumbo, desterrado,
perdidas la esperanza y la alegría
en los húmedos ojos: la tristeza
como una muchedumbre invadiéndolo todo.
Y uno siente, de pronto, la llamada,
la llamada en los labios, y en los ojos
penetra lentamente el sol de una sonrisa
como la dulce lámpara que salta al corazón.
Uno, entonces, quisiera ser de nuevo
ese joven feliz que en los guateques
se drogaba con la melancolía.
SIESTA
Si escribo estas palabras temo dar una imagen
de escritor que conoce su oficio y sus recursos,
temo no dar la talla, carnal, enamorada,
de un hombre que ha pisado el umbral de sus sueños.
Si digo que mis sueños, durante tantos años,
repitieron el sueño de tu cuerpo desnudo,
la estación de tu abrazo, el reguero de fresas
que dejas en mis días, festivos desde ti,
unidos desde ti a la fantasía
de una dulce verbena interminable,
puede que mis palabras,
palabras de poeta que maneja sus armas,
sean sólo el simulacro
de una emoción, de la pasión que da el conocimiento
cuando rozamos la punta de los sueños.
Si digo que tu rostro, sonriente y mojado,
me guiña contra el cielo de cada escaparate,
el único sonido tu voz que me enajena
más acá de la vida, dentro ya de mis sueños;
si digo que no tengo otro olfato que el tuyo,
que puedo, como en sueños, reconocer mi aliento
cuando no estás conmigo, cuando no puedo olerte
el vino derramado por tu espalda y mi pecho;
si digo que te quiero como a nadie he querido
en este mundo torpe, lleno de medias tintas,
temo dar una imagen de escritor recurrente,
temo no dar la talla del hombre que quisiera
explicar cómo, a veces, los sueños toman cuerpo,
nos citan una noche, nos besan, nos desnudan,
nos dejan en las sábanas una flor de alegría.
EL PADRE
El tendría por entonces mi misma edad de ahora
y recuerdo su mano apretando la mía
al cruzar, los domingos, la calle hasta la iglesia.
Después, mi mano olía durante varias horas
a jabón de lavanda y rubio americano.
Solíamos deambular las mañanas soleadas
por céntricos jardines o estrechas callejuelas
y él parecía no tener un rumbo prefijado,
desconocer adrede el destino final de aquellos pasos
que me brindaba a mí, su hijo más pequeño,
con la alegría sin norte de un muchacho.
Al final, el camino siempre nos conducía
a un gran café del centro, hermoso y concurrido.
Y allí me transformaba,
feliz explorador de un territorio íntimo,
en héroe sideral o enmascarado rey de los pigmeos
mientras él repasaba lentamente el periódico
o hablaba apasionado con algunos amigos
de temas misteriosos que yo nunca acababa de entrever
más allá de sus risas
y la expresión profundamente viva de unos rostros
tiernos y cariñosos al dirigirse a mí.
Más tarde, al retirarnos,
siempre con la sorpresa de un truco inesperado
aparecía en su mano un crujiente paquete
lleno de dulces frescos para tomar en casa.
Otras veces, recuerdo, en tardes de verano
solíamos caminar a la luz del crepúsculo
y su mirada de hombre, madura, ensombrecida
por unos pensamientos que yo no comprendía
pero que adivinaba próximos,
cercanos a una suerte de tristeza muy honda,
me acercaba a mí mismo
a la intuición de una edad mayor,
poderosa y extraña como sus palabras.
Se marchó una mañana dorada de Diciembre
-como aquellas mañanas azules de mi infancia-
hace ya veinte años.Y, sin embargo,
aún en los días más serenos
puedo escuchar su voz con un escalofrío,
oír como resuena, amable, enronquecida,
en mi propia garganta.
A veces veo sus ojos en mis ojos sin brillo.
Y la mano de mi hijo,anidada en mi mano,
me hace sentir de nuevo el amor de su mano.